Domingo 07 de junio de 2015 | Publicado en edición impresa
Libros marcados, la otra literatura
Cuando era adolescente husmeaba en librerías de viejo en busca de ejemplares que tuvieran dedicatorias personales y anotaciones en los márgenes. Eran piezas extrañas, porque rara vez nos desprendemos de un libro que nos ha sido dedicado con afecto o aun de otros en cuyos bordes dejamos nuestras impresiones. En esas líneas escritas a mano alzada, muchas veces con letra inverosímil, yo encontraba la semilla de historias imaginarias que alimentaban mi curiosidad juvenil. A veces se trataba apenas de un nombre o de una fecha que servían como marca de propiedad; otras, las anotaciones junto al texto (discretas en algún caso, pero abundantísimas en otros al punto de conformar casi un libro aparte) daban pistas acerca del modo en que ese ejemplar había sido leído. Esas notas al pie y entrelíneas suelen dar testomonio de una mirada del mundo. De vez en cuando develan un carácter un tanto obsesivo, como el de aquel lector que en una página de la Historia de Mayta de Mario Vargas Llosa estampó la siguiente leyenda: "Empecé a leer a las 23.50".
La marginalia -el término refiere a lo que se escribe en los márgenes y le ha sido atribuido al poeta Samuel Coleridge- es un hábito milenario. Heather Jackson, profesora de literatura en la Universidad de Toronto, publicó en 2002 su ensayo Marginalia: Readers Writing in Books, con el que delineó una genealogía que va de De Quincey a Graham Greene. Al detenerse en Coleridge, recuerda que algunos de sus amigos solían pedirle al romántico inglés que les marcara los libros que iban a leer, creyendo que en esa señalización encontrarían el atajo para llegar a verdades que de otro modo les serían vedadas. La historia fue reconstruida por el colega Lucas Mertehikian en un texto en el que, además, recuerda que en la bibilioteca de la Universidad de Cambridge hay una advertencia para quienes piden libros prestados. El capítulo se titula Marginalia y otros crímenes.Yo mismo sostuve esa costumbre durante algunos años: estampaba mi nombre en las primeras páginas como un modo de apropiarme de ese ejemplar para siempre, y dejaba comentarios en los bordes superiores de muchas páginas. Suelo releer esas anotaciones como un modo de recordar mis observaciones sobre determinada historia y revisar así mi propia biografía, y más de una vez me avergüenzo con nostalgia de las ingenuidades y errores en los que incurrí.
Pensé en esta vieja costumbre una de estas tardes cuando una amiga recién separada me comentó que había asistido en el Malba al ciclo "Libro marcado", en el que distintos escritores develan los enigmas de sus libros marcados. Me contó esa tarde, todavía conmovida, el uso que ella misma hizo de la marginalia la víspera de la mañana en que puso fin a una relación matrimonial de veinte años. Una noche, cuando ya los desencuentros no tenían vuelta atrás, se despertó de madrugada, bajó al living de su casa en puntas de pie, buscó una lapicera y, en la somnolencia de ese abrupto insomnio, acometió la tarea de firmar aquellos libros que deseaba retener como si fuesen propios. Puso su nombre en unos cien ejemplares esenciales, modificando ligeramente el trazo de su escritura y estableciendo al azar fechas apócrifas de las últimas dos décadas. Confió en que su marido, menos atento que ella a los detalles de la vasta biblioteca matrimonial, no recordaría el origen de cada volumen. Esa colección personal fraguada en la penumbra de esa remota madrugada está hoy en su casa de soltera. Recuerdo también el día en que una compañera de trabajo tenía sobre su escritorio un ejemplar de París no se acaba nunca, la estupenda novela de Enrique Vila-Matas, en cuyos márgenes había anotaciones hechas con dos escrituras distintas: tanto ella como su marido habían dejado sus impresiones en distintos pasajes de ese texto que leyeron casi al unísono.
Hace muchos años, durante la separación de mi primera mujer, una tarde nos sentamos frente a libros (convenientemente anotados) y discos para dividir las aguas. Durante varias horas intentamos convencernos el uno al otro de que algunas de las joyas que guardábamos con celo (discos de Caetano Veloso, libros de Sartre y Camus) debían quedar en manos del otro, aun cuando sabíamos que la pieza que estábamos cediendo nos pertenecía. Lloramos como niños frente a la biblioteca blanquísima que ocupaba una pared entera del departamento de Belgrano. Esa escena selló amorosamente la relación. Aun hoy, cuando recorro los anaqueles con libros y discos en la casa que comparto con la mujer de la que estoy enamorado, cada tanto el recuerdo de aquella despedida reaparece en una melodía de Caetano. El tiempo no ha derrotado esas complicidades..
No hay comentarios.:
Publicar un comentario